Javier Fernández Lima tenía 10 años cuando su hermano mayor, Diego, desapareció. Era 1984, una tarde cualquiera en el barrio de Coghlan. Diego comía una mandarina y salió diciendo que iba a lo de un amigo. Nunca volvió. Javier lo esperó esa noche, y muchas más. Esperó toda su vida.
Este 2025, a 41 años de ese día, lo encontró. O mejor dicho, encontró su ausencia hecha cuerpo: enterrado en una fosa, detrás de una medianera, en la misma casa que alguna vez habitó Gustavo Cerati. El shock fue total. El duelo, también.
“Cuando me contó Pedro, no lo podía creer. Desde ese día duermo poco, lloro mucho, me río””, contó Javier en una nota que dio al noticiero de América.
El tiempo no cura, el amor no olvida
En todo este tiempo, la familia nunca dejó de buscar a Diego. Su papá murió atropellado en 1991 mientras recorría el barrio pegando carteles.
Javier creció con esa ausencia como una sombra. La llevó a la escuela, a los primeros trabajos, a los cumpleaños, al casamiento. Siempre con la esperanza —casi infantil— de que un día sonara el timbre y Diego estuviera ahí.
Los restos aparecieron en mayo, pero recién ahora se confirmó su identidad. El reloj, un llavero, fragmentos de ropa, más de 150 piezas óseas. El Equipo Argentino de Antropología Forense logró identificarlo por el ADN de su madre.
"No entendemos nada. Necesitamos saber por qué"
Hay algo que no cambia, ni siquiera con la certeza de la muerte: la necesidad de saber. Javier no busca venganza. Quiere respuestas. “¿Quién hizo esto? ¿Por qué? ¿Qué le pasó? Tenía 16 años. ¿Qué pudo haber hecho? No entiendo nada, pero necesito saber”.

La historia de Diego no terminó con el hallazgo. Empezó otra historia: la de un hermano que lleva 41 años esperando un abrazo. Que ahora tiene un cuerpo para enterrar, pero no un motivo para entender. Que no dejó de llorar, pero esta vez —al menos— sabe por qué.
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