¿Por qué un divorcio no puede ser amistoso? ¿Es viable que alguien le diga adiós a su pareja y no por ello tenga que pasar por situaciones violentas o de cuestionamiento absoluto? Sí, es posible, porque muchas parejas hoy intentan formas mucho más sanas de vinculación y, por ende, si sucede, de separación.
Y de alguna manera, si hacemos un juego con la palabra separarse, y la convertimos en “parirse a sí mismos”, la crisis del fin de un noviazgo o matrimonio puede darnos la opción de volver a nacer, pero modificados.
Existen, sí, parejas de “ex” que se llevan bien, no sólo porque protegen la buena crianza y manutención de sus hijos, sino porque también comparten mascotas, bienes o incluso negocios, proyectos construidos durante mucho tiempo y con mucho esfuerzo de ambas partes. Y se tienen afecto, un cariño de amigos, o de hermanos, que enaltece los puntos de encuentro que alguna vez vivieron como amados y amantes. Esos vínculos, entonces, no se destruyen, se transforman.
Claro está que en esto incide cómo cada miembro del dúo va realizando el trabajo de duelo, y el grado de dependencia emocional que pueda sufrir en relación con el otro. Esto no es tan sencillo porque ocurre que los duelos amorosos reactualizan pérdidas afectivas anteriores, incluso arcaicas, y cada noviazgo o matrimonio que se acaba reaviva una pregunta interminable: “¿quién fui yo en el deseo del otro?”.
Y, en definitiva, pareciera ser que eso es lo que se pierde: cuando nuestro objeto amado sale de escena, se ha ido un provisorio garante de nuestro amor propio y también nos embarga un plus de angustia que no se puede simbolizar con palabras. Es totalmente imposible, aunque lo convirtamos en queja, en bronca, en negación, en llanto o en filosófica aceptación. Lo mejor que podemos hacer entonces es asumirlo de una vez por todas: hay algo de ese duelo que jamás culminará del todo. Siempre queda un resto en la memoria, aunque desdibujado.
En síntesis, Romeo nunca terminará de conocer a Julieta, y viceversa, hasta el momento de la disolución de lo que los unía. Pues es en ese preciso instante cuando se reactivan los imaginarios, las proyecciones y transferencias puestas en el otro. Y nuestras fantasías de complementariedad (que impulsaron esa elección de objeto de amor) vacilan, o bueno... se caen para siempre.
Ese es, precisamente, el momento de decisión. Aquel instante en el que cada uno de nosotros puede sincerarse consigo mismo y elegir: si seguir preso de la angustia, el enojo y el resentimiento, o intentar un nuevo tipo de amor a ese prójimo que nunca fue un semejante, y por el que alguna vez hubiéramos dado la vida.
Sí, es el momento epifánico en el que descubrimos que “Ella y Yo… Yo y él… éramos el Uno para el Otro”. Pero ese Otro imaginario, no fue nunca ninguno de los dos.
Texto: Luis Buero.