La tristeza silenciosa que afecta hasta al 80% de las madres puérperas, no es depresión, pero tampoco es “solo” cansancio. Hablar de baby blues, también conocido como disforia puérpera, es validar una experiencia emocional real, legítima. Sin embargo, muchas veces es vivida con culpa y vergüenza.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), este síndrome, es una de las respuestas emocionales más frecuentes tras el parto. Suele aparecer entre el segundo y el quinto día. Los síntomas más característicos incluyen llanto fácil, cambios bruscos de humor, irritabilidad, ansiedad leve, insomnio, hipersensibilidad y una sensación general de vulnerabilidad. En la mayoría de los casos, desaparece por sí solo en el transcurso de dos semanas a un mes.
“Lloro por nada”, “me siento abrumada, como si todo lo que había soñado con la maternidad se hubiera desdibujado”, “se suponía que tenía que sentirme feliz”, “pensaba que estaba fallando como madre”. Son frases que se repiten una y otra vez en los consultorios médicos y psicológicos.
Comprender la diferencia entre baby blues y depresión postparto es clave. Mientras el primero es leve, transitorio y de corta duración, la depresión postparto puede instalarse semanas después del nacimiento, con síntomas más intensos y persistentes, como tristeza profunda, desesperanza, dificultad para vincularse con el bebé, fatiga extrema, pensamientos negativos y riesgo para la salud mental de la madre y del vínculo temprano.
Parir es también enfrentarse a una de las experiencias más inciertas y transformadoras de la vida. En cuestión de horas, una mujer debe habitar un cuerpo distinto, asumir un nuevo rol y establecer un vínculo con un bebé que no conoce.
Las certezas que pudo haber tenido durante el embarazo se esfuman. A eso se suma el cansancio extremo, la falta de sueño, las demandas continuas del recién nacido que conlleva al mismo tiempo, la responsabilidad de mantener con vida a otro ser humano. Por su parte, las expectativas culturales y, muchas veces, la ausencia de una red de apoyo, juegan un papel importante en este malestar. El cuerpo duele, el bebé llora, la rutina se desintegra… y, no obstante, se espera felicidad.
La brecha entre la expectativa y lo que realmente sucede puede convertirse en una fuente de sufrimiento silencioso. Al mismo tiempo, la llegada de un hijo implica una verdadera revolución hormonal. Luego del parto, los niveles de estrógenos y progesterona caen abruptamente, mientras aumentan otros como la oxitocina y la prolactina, involucradas en la lactancia. Esta tormenta neuroquímica puede potenciar la vulnerabilidad psíquica.
La expresión “dar a luz” viene del latín illuminare infantem mundo, que significa “alumbrar al niño para el mundo”. Mientras el recién nacido llega a la luz de la vida, muchas veces la madre queda sumida en las sombras del silencio, el miedo, la autoexigencia y la incertidumbre.
Su dolor, aunque legítimo, no siempre encuentra palabras ni permiso para ser dicho. En muchos casos, dar a luz implica para la mujer transitar zonas oscuras que nadie le enseñó a nombrar.
En los últimos años, la salud mental perinatal comenzó a ganar terreno en la agenda sanitaria argentina. Uno de los avances más significativos fue la sanción de la Ley 27.611 en enero de 2021, que dio marco legal al Plan Nacional de los 1000 Días, una política pública que busca acompañar de manera integral a las personas gestantes y a sus hijos durante los primeros tres años de vida.
El plan no solo atiende aspectos médicos y nutricionales, sino que también incluye el bienestar emocional de la madre como parte central del cuidado. En 2022, mediante la Resolución 1057/2022, se habilitó la adhesión de todas las provincias y de la Ciudad de Buenos Aires, y en 2023 se conformó la Mesa Nacional de Desarrollo Infantil Integral, que reúne a distintos organismos del Estado para seguir fortaleciendo el enfoque integral de la crianza, incluyendo la salud mental desde el inicio.
Aun así, hablar de tristeza después de parir sigue siendo, para muchas mujeres, un verdadero tabú. La presión social por experimentar la maternidad como un momento “mágico” o “plenamente feliz” deja poco espacio para expresar el cansancio extremo, el miedo, la sensación de “no estar a la altura”.
Muchas puérperas se enfrentan a una profunda soledad emocional, convencidas de que algo anda mal en ellas por no sentirse radiantes. A eso se suma que, construir el vínculo con el bebé en los primeros días puede ser un verdadero desafío.
¿Y los padres? Aunque menos visibilizados, también experimentan cambios emocionales. En Argentina, se estima que alrededor del 10 % de ellos presentan síntomas depresivos después del nacimiento de su hijo.
Un estudio realizado por la Facultad de Psicología de la Universidad Alberto Hurtado reportó que el 18,5 % de los padres primerizos manifestaron señales clínicas durante los primeros seis meses de paternidad.
Según la Sociedad Argentina de Pediatría, el acompañamiento emocional adecuado durante el posparto puede reducir significativamente el riesgo de desarrollar trastornos del estado de ánimo. En este sentido, una red sólida puede marcar la diferencia entre un tránsito emocional saludable o uno de riesgo.
La salud mental posparto no puede pensarse fuera de su contexto, no todas las mujeres transitan el puerperio en igualdad de condiciones. La pobreza, la falta de redes de apoyo, la migración, la adolescencia o haber sufrido violencia, son factores que aumentan la vulnerabilidad emocional tras el parto. Reconocer estas desigualdades es fundamental para diseñar respuestas más justas, humanas y eficaces.
Romper el silencio, ponerle palabras al malestar y desarmar el mito de la maternidad ideal es un gesto de honestidad y de coraje. Porque maternar no es solo ternura y alegría, también puede ser duda, agotamiento, ambivalencia y sombra. Hablar de baby blues es dar lugar a lo que duele, y tender un puente hacia una forma de cuidado más auténtica, más compasiva y verdadera.
Fuente: Por la Lic. Juana Jurado, directora de la Licenciatura en Psicología de UADE.
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