Transformar la queja —ese gesto tan cotidiano, tan humano y tan presente en la vida familiar— en una aventura compartida entre madres, padres e hijos no es tarea fácil. Pero eso fue justamente lo que hizo Flor Suárez, la autora de "El libro de las quejas", un libro infantil que combina humor, sensibilidad, ciencia y una mirada amorosa sobre las emociones de la infancia. En esta entrevista, habla de su hija Helena, de la maternidad, de la ciencia detrás del acto de quejarse y de cómo un gesto simple puede convertirse en un puente de conexión familiar.
“La queja puede ser una adicción.” La frase no es exagerada: es la conclusión a la que llegó la autora después de años de maternidad, trabajo, corridas y ese cansancio que se acumula sin permiso. En el intento de ponerle palabras a lo que sentía, empezó a observarse a sí misma en la crianza de sus hijos… y ahí encontró algo clave: la queja no solo aliviaba un instante, también la atrapaba. Repetición, enojo, culpa. Y de nuevo.
De esa búsqueda nació un libro de cuentos que mezcla humor, sensibilidad y herramientas concretas para desactivar la queja cuando aparece, incluso en los días más difíciles. Una guía emocional disfrazada de historias simples, cercana, real.
—¿En qué momento apareció la necesidad de convertir la queja —ese gesto tan cotidiano— en un libro infantil?
—Escribo desde la emoción, desde lo que vivo y observo, y me encanta ir registrando momentos del crecimiento y la infancia de mis hijos. Cuando las quejas de mi hija empezaron a molestarme, a hacerme ruido, encontré una manera amorosa de acercarme a ella: mostrarle sus quejas y hablar del tema a través de una historia. El libro nos dio complicidad, y siento que los libros siempre generan eso. Me pareció una herramienta hermosa para todas las familias que atraviesan lo mismo, porque las quejas son universales: aparecen en chicos y grandes. Y me gustó poder plasmarlo en una historia, como hago con cada experiencia que voy viviendo.

—¿Qué fue lo que te hizo ver que la queja podía transformarse en una aventura y no en un conflicto?
—Me lo hizo ver la reacción de mi hija. Yo tenía cierta expectativa sobre cómo iba a tomar ese “libro de las quejas” que le fabriqué, y ella lo recibió desde un lugar totalmente inesperado: la risa. Cuando le mostré sus quejas y le dije “quéjate acá”, se tentó, lo vio como un juego. Ahí me di cuenta de que la queja podía transformarse en una aventura, porque apareció esta complicidad nueva: conversar a través de una historia, reírnos, mirarlo desde otro lado. Y así también nació la aventura dentro del libro: la historia de Julia, que tiene 10 años y se queja de todo, y cómo ese cuaderno que le regala su mamá termina llegando a sus amigas, a todo el colegio, y convirtiéndose en el Club de la Queja.
"Busqué una forma amorosa de acercarme a mi hija: con ternura, con humor, con cariño"
—¿Cómo nació la idea del libro a partir de tu propia experiencia como mamá?
—Nació justamente de mi experiencia como mamá. Busqué una forma amorosa de acercarme a mi hija: con ternura, con humor, con cariño. Y lo transformé en un cuento. Hay una parte del libro que me refleja muchísimo, que es esa sensación de que, cuando escuchaba sus quejas, sentía que me “hinchaban”, que me pesaban, que me desbordaban. Quise llevar eso al humor, y por eso Carolina Romano ilustró a la mamá inflándose como una piñata, con la cara que se va llenando de aire, como si no aguantara más. También quería mostrar lo que le pasa a quien se queja: cómo se va achicando, cómo carga una especie de mochila en la espalda. Porque la queja afecta a todos: a quien la escucha y a quien la dice. Esa experiencia personal, vivida desde los dos lados, fue lo que terminó dando origen al libro.
—“A Helena, mi quejona favorita” es una dedicatoria deliciosa. ¿Qué aprendiste de ella que se volvió clave para escribir este libro?
—De mi hija, y de mis hijos en general aprendo muchísimo todos los días. Son quienes me recuerdan que está bueno ir despacio, que no hace falta vivir apurada todo el tiempo. En el libro hay una frase que detona toda la queja y el enojo de ella, ese “dale, dale, que no llegamos”, tan típico de los adultos. Vivimos con esa sensación de correr atrás de todo, y ella simplemente quería estar tranquila, ir a su ritmo. De Helena aprendí justamente eso: que la infancia es un tesoro que pasa rapidísimo, y que vale la pena acompañarlos en su propio tiempo, no en el nuestro. Aprendí que no hay que correr tanto, sino disfrutar más… y disfrutarlos a ellos.
—¿Cómo cambió tu percepción sobre la queja al acompañar a Helena en sus propias quejas?
—Acompañarla a ella cambió totalmente mi percepción de la queja. A partir del libro, me pasa a mí y le pasa a muchísima gente que me escribe: ahora la queja está más presente, pero en el sentido de poder verla, de darnos cuenta. Cuando notamos que nos estamos quejando, podemos elegir movernos hacia la gratitud, que es justamente lo contrario. Me di cuenta de que muchas veces uno se queja sin registrarlo, como una forma automática de hablar y de pararse en la vida, y que eso te va afectando sin que lo notes. Ahora soy mucho más consciente de la queja: la mía, la de ella y la de quienes me rodean. La detecto antes y también sé mejor cómo salir de ese loop.
—Investigaste mucho sobre el tema. ¿Qué descubriste sobre la “ciencia de la queja” que te sorprendió y quisiste traducir para la infancia?
—Investigando sobre la ciencia de las quejas aprendí muchísimo, especialmente gracias a Mariano Sigman, que escribió la contratapa del libro y a quien admiro un montón. Algo que me sorprendió fue descubrir que la queja puede funcionar como una adicción: así como existen otras adicciones, también podemos volvernos adictos a quejarnos, a esa forma de ver el mundo y de alimentar ciertos circuitos en el cerebro. Me impactó entender cómo esa repetición afecta tanto a uno mismo como a quienes nos rodean. Y también ver lo frecuente que es: pasa muchísimo más de lo que creemos, y muchas veces ni siquiera lo registramos.
A la vez, me interesó equilibrar esta idea: no se trata de dejar de quejarse, sino de mover la balanza hacia lo positivo, hacia lo que sí podemos resolver. Y remarcar algo importante: este libro habla de las quejas cotidianas, las simples, las de la casa, las tareas, el colegio, no de los grandes dolores o conflictos que marcan la vida.
"Detrás de cada queja siempre hay algo más"
—¿Por qué creés que es importante que niñas y niños entiendan qué hay detrás de sus quejas?
—Me di cuenta, mientras escribía la historia, de que detrás de cada queja siempre hay algo más: una historia que quiere ser contada. Las quejas nunca aparecen porque sí, suelen esconder una emoción, algo que molestó, una tristeza, una decepción, un pedido de atención. En este caso del libro Julia se siente un poco perdida entre las edades de sus hermanos. Y está bueno que los chicos aprendan a mirarlas así, no como un problema, sino como una forma de expresarse. Anotarlas en un papel, compartirlas, sacarlas afuera, puede aliviar muchísimo. Y les enseña que poner en palabras lo que sienten es un camino para entenderse mejor.

—¿De qué manera este libro puede ayudar a familias a resignificar la queja como una herramienta emocional?
—El libro puede ayudar a las familias a resignificar la queja porque invita justamente a eso: a mirarla con conciencia. De las quejas a las soluciones. No es un libro de auto ayuda ni mucho menos, es ficción. Pero cuando la escuchamos, la reconocemos, la escribimos o la “bajamos” de alguna manera, aparece la posibilidad de buscarle una solución. El propósito del libro no es eliminar la queja, sino darle una vuelta: entender qué la genera y encontrar juntos en familia, con alguien que nos escuche, una salida más positiva para esa situación. La queja deja de ser un fastidio y se convierte en una herramienta para abrir conversaciones necesarias.
—¿Cómo influyó tu propia identidad como mujer y como madre en la construcción del libro?
—Mi identidad como mujer y como madre atraviesa completamente este libro. Soy alguien muy atenta a las emociones, a los matices y a todo eso que no se dice, y esa forma de mirar la infancia con empatía, humor y sensibilidad está en cada página. También tiene que ver con mi manera de vivir: necesito el tiempo, la calma, la pausa, y a la vez soy una persona bastante ordenada, que busca poner claridad, ayudar a ordenar pensamientos y no evitar las emociones, sino hablar sobre ellas. Todo eso se mezcla en la historia: esta mirada amorosa, reflexiva y sensible que uso para acompañar a mis hijos es la misma que aparece en el libro.
—¿Te encontraste revisando tus propias quejas, las de tu infancia o las de tu maternidad, mientras escribías?
—Sí, mientras escribía el libro me encontré revisando mis propias quejas, incluso las de cuando era chica. Creo que todos nos quejamos de esas pequeñas cosas cotidianas alguna vez, nadie se salva. Y es muy fuerte porque al ver a Helena a los 9 años, me veo completamente reflejada en esa edad. Siento sus emociones, las recuerdo en mí, las vuelvo a vivir con ella. Es como si sus quejas me devolvieran directamente a mi infancia.
"Escribir, pensar en la queja, ponerle palabras… todo eso te hace entender más al otro"
—¿Sentís que este libro también te devolvió una versión distinta de vos misma?
—No sé si el libro me devolvió una versión distinta de mí misma, pero sí siento que todo este proceso mejora los vínculos. Escribir, pensar en la queja, ponerle palabras… todo eso te hace entender más al otro. Y cuando entendés más, las relaciones se vuelven más cálidas, más cercanas. Para mí, eso es lo más valioso.
—¿Cómo fue el diálogo con Carolina Romano para traducir tus ideas en ilustraciones?
—Trabajar con Carolina Romano fue un proceso hermoso. Tuvimos un puente fundamental, que es María Margarita Monjardín, mi socia en Cuentos en Pijamas y en esta aventura editorial, y las tres hicimos un trabajo muy en equipo. Carolina entendió perfecto lo que yo quería transmitir: la mamá que se infla, la nena agobiada, el grupo de amigas y amigos, el colegio con la bandera argentina… todos esos pequeños detalles. Aunque ella vive en Córdoba y todo fue virtual, el diálogo fue súper fluido, cálido y cercano. Me sentí muy acompañada en cada ilustración. La elegí a partir de un libro que había leído con sus ilustraciones y dije: tiene que ser ella.
—¿Hubo alguna ilustración o personaje que te emocionara especialmente?
—Me encantan todas, pero hay algo muy especial en la escena de la fila que hacen los chicos para quejarse y anotar las quejas en el cuaderno de Julia. Y la ilustración que más me emociona es el abrazo entre la mamá y la hija, con esa frase de “ella entendió todo y yo también”. Porque a veces un abrazo, un gesto o un silencio dicen muchísimo más que mil palabras.
—El libro tiene una sensibilidad especial. ¿Qué buscaste provocar en quienes lo lean, tanto niños como adultos?
—Lo mismo que busco siempre con Cuentos en Pijamas: conexión. Ese ratito donde chicos y adultos se escuchan, se expresan, se encuentran sin apuros ni pantallas de por medio, en este mundo tan tecnológico. La idea es que puedan compartir algo simple, real, que los acerque. Que el cuento sea una excusa para ese encuentro.
—¿Qué te gustaría que piense un niño después de cerrar el libro por primera vez?
—Que se sienta acompañado. Que entienda que no es la única persona a la que le pasan estas cosas, que esas pequeñas molestias cotidianas nos atraviesan a todos. Que pueda identificar lo que siente y, a la vez, darse cuenta de que hay maneras de salir de esos momentos incómodos, y que no está solo en eso.
—¿Y qué te gustaría que le pase a un adulto que lo lea junto a él o ella?
—Que pueda mirar a ese niño desde otro lugar. No se trata de evitar quejarse sino de acompañarlos, ponerse en su lugar, entender qué les pasa y por qué. Y desde ahí, buscar juntos una salida. Y si encima eso genera complicidad, risas y un espacio compartido como me pasó a mí con mi hija, mejor todavía. A veces la queja, bien mirada, puede ser el inicio de una aventura entre padres e hijos. Y me encantaría que este libro sea justamente eso para muchas familias.

"La queja puede ser el principio de una gran aventura"
—¿Qué lugar querés que ocupe El libro de las quejas en las conversaciones familiares?
—A mí me encanta la idea de que cada familia lo transforme en su propia lectura. Que los chicos lo puedan leer solos si quieren, que después lo charlen con los padres, o que incluso los adultos lo lean primero y luego armen la conversación con ellos. Muchas familias me cuentan que se sientan a escribir sus propias quejas, grandes y chicos juntos, y que después las comparten. Eso me parece de una belleza enorme, que el cuento sea un puente para abrir diálogo, reírse un poco y encontrar nuevas formas de entenderse.
—Si tuvieras que resumir en una frase qué te enseñó la queja, ¿cuál sería?
—La queja me enseñó que puede ser el principio de una gran aventura. Todo depende de cómo la mires.
—¿Ya estás pensando en una continuación o en otro proyecto que cruce emoción, humor y ciencia?
—Siempre. Nunca dejo de escribir. Cuando entrego un proyecto y ya lo comparto con el mundo, enseguida aparece otra historia empujando desde atrás. Es como un movimiento natural: termino uno y ya estoy metida en el próximo. Así que sí, hay ideas nuevas todo el tiempo.
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