La madrugada suele tener un silencio particular en los pueblos: un silencio que parece guardar secretos, conversaciones que no llegaron a puerto, decisiones que se tomaron demasiado tarde. En Huanguelén, ese silencio quedó suspendido sobre un camión detenido apenas a 150 metros del acceso a la ciudad. Allí, dentro de una cabina estrecha, se selló una tragedia que todavía nadie puede comprender del todo.
Gustavo Suárez, de 48 años, había llegado hasta ese punto de la ruta con su hijo Francisco, un nene de cuatro años. Antes de detener el camión, había escrito una carta. Antes de disparar, hizo un llamado. Y antes de que todo ocurriera, hubo discusiones, denuncias, advertencias y un sistema que –otra vez– no supo leer el riesgo.
Minutos antes del desenlace, Suárez llamó a su expareja, Daiana García, sargento de la Policía Comunal. Le dijo dónde estaban. Le dijo lo que iba a hacer. No fue un grito desesperado pidiendo ayuda: fue un anuncio. Un mensaje final.
Ella, desde su día franco, avisó de inmediato. Un móvil salió hacia el acceso. Pero cuando llegaron, la tragedia ya estaba en marcha.
El camión Mercedes Benz estaba detenido sobre la banquina. En la cabina, los policías encontraron a Suárez muerto de un disparo en la cabeza y a Francisco gravemente herido. El niño aún respiraba. Lo trasladaron al hospital de Huanguelén, pero no lograron revertir el daño. Murió horas más tarde.
En el interior del vehículo, las pericias hallaron una pistola Bersa calibre 22 y la carta. Un texto atravesado por resentimiento, manipulación emocional y un dolor desbordado que se volvió peligroso. Una carta que acusa, reclama, distorsiona; que intenta justificar lo injustificable.
La pareja tenía antecedentes de violencia. Existían denuncias previas, medidas de alejamiento que vencieron y decisiones judiciales que consideraron que no había “riesgo extremo”. García había pedido protección para ella y para su hijo. Había presentado nuevas denuncias. Pero nada alcanzó.
Cuando los peritos leyeron la carta, no encontraron arrepentimiento. Encontraron la voz de alguien que se sintió autorizado a decidir por los demás; alguien que creyó tener derecho a llevarse una vida que no le pertenecía. Un padre que se convirtió en victimario, y un niño que quedó atrapado en un conflicto adulto que nunca debió tocarlo.
La causa quedó en manos de la UFI N.º 5 de Bahía Blanca. El expediente lleva el nombre técnico de “homicidio agravado por el vínculo seguido de suicidio”. Pero fuera del lenguaje judicial, en Huanguelén, la palabra que más se repite es otra: horror.
Quedan preguntas flotando en el aire:
¿Se pudo evitar?
¿Quién escuchó?
¿Quién no escuchó?
¿Qué hacemos con lo que no se detuvo a tiempo?
En un lugar donde todos se conocen, nadie logra encontrar consuelo. Solo queda una comunidad intentando entender cómo un conflicto íntimo terminó en una tragedia pública; cómo la violencia que parecía contenida encontró la forma más cruel de manifestarse.
Y cómo, en una madrugada de silencio, un niño de cuatro años quedó a merced de un adulto que ya había cruzado el límite del daño.
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