#HistoriasDeCemento: el Monasterio de Santa Catalina, la joya colonial que llama la atención en el microcentro porteño y que fue el primer convento para mujeres - Revista Para Ti
 

#HistoriasDeCemento: el Monasterio de Santa Catalina, la joya colonial que llama la atención en el microcentro porteño y que fue el primer convento para mujeres

En esta nueva edición de #HistoriasDeCemento, Silvina Gerard nos invita a viajar en el tiempo para conocer los secretos del primer convento de monjas de clausura de la colonia.
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Una dote y se abrirán las puertas del cielo a la familia que en capilla tenga una niña y guarde votos, eterna clausura al mismísimo paraíso. Las damas sabían que bien hablarían si una hija se incorporaba al convento. Así era la idiosincrasia de un sector de elite en la sociedad colonial del Río de la Plata por el siglo XVIII.

El primer monasterio para mujeres en Buenos Aires, Santa Catalina de Siena fue uno de los más prestigiosos por entonces y está ligado a la historia de nuestro país. El edificio de la orden se fundó en 1745 en las actuales calles Defensa y México. El convento aún de pie guarda un silencio de clausura entre sus anchas paredes.

La Real Cédula del 27 de octubre de 1717 obtuvo del Rey Felipe V de España la autorización para fundar un convento de monjas, también llamadas Monjas Catalinas que pertenecen a la Segunda Orden Dominicana.

En 1727 se da inicio a las obras de construcción sobre planos del hermano jesuita Juan Bautista Prímoli y del arquitecto italiano Andrés Blanqui, también jesuita. Era corriente que sean manos jesuitas quienes levantaran edificios eclesiásticos por aquel entonces. 

Al ingreso, azulejos Pas de Calais como testigos colocados con posterioridad. Los azulejos eran comúnmente utilizados en la ornamentación de las construcciones religiosas y casonas importantes (cúpulas, aljibes, bancos, etc). Los primeros fueron exclusivamente de origen catalán, más tarde los envíos eran provenientes del norte de Francia, en particular de la villa de Desvres en Pas de Calais.

Aquellos hombres levantaron el edificio a ladrillo y cal. Dos imponentes claustros dominan ambas plantas, uno alto y otro bajo. Un patio central con jacarandás, lapachos y palos borrachos centenarios. El aljibe que parece absorber el ruido del tránsito exterior y en derredor los pórticos circulantes albergan los pasillos que comunican corredores con techos abovedados y las celdas que escucharon el eco de sus oraciones.

Al acceder a la planta alta se distingue una pequeña habitación cubierta con una cúpula con linterna que se comunica visualmente con el presbiterio de la iglesia.

Dos pasillos laterales a la iglesia que parten del coro alto, un enrejado de madera las separa del resto, allí las monjas observaban las misas sin ser vistas. La música las unía a la vida social a través de un coro, conocido como “Coro de Vírgenes”. Allí, un órgano sonaba para acompañar sus voces.

Para ingresar al convento las normas establecidas en el Concilio de Trento (1545-1563) exigían vocación, vida y costumbres morigeradas, al menos quince años de edad, aptitud para cumplir reglas, no haber pertenecido a otra orden, soltera, legitimidad de nacimiento, limpieza de sangre y el pago de una dote. Fueron cinco las monjas que se iniciaron al comienzo y alcanzaron más de cuarenta.

Las religiosas se levantaban al alba y realizaban diversos trabajos como encuadernar, restaurar obras de arte, confeccionar ornamentos religiosos, fabricar hostias, bordar y coser. Eran famosos los ajuares de novias, expertas en largas horas de bordado. Algunas se dedicaban a la literatura.

Se conservan obras de una de ellas, la Priora Sor Cayetana del Santísimo Sacramento. Sus cartas develan detalles de la vida que llevaban puertas adentro y hechos históricos ocurridos en Buenos Aires.

En el convento existía una clara jerarquización interna, dime qué velo llevas y te diré que dote portas. Las monjas de velo negro cuya tarea fundamental era el rezo del oficio divino, monjas de velo blanco para las tareas domésticas, donadas y esclavos.

En julio de 1807, durante la Segunda invasión inglesa al Río de la Plata, el convento fue ocupado por las fuerzas británicas. Las monjas permanecieron en una celda a oscuras y sin alimento, pero no fueron agredidas por los soldados.

No obstante, el convento sufrió destrozos y saqueos, se rompieron imágenes y robaron adornos y objetos sacros del templo. Un hecho histórico que bien fuera relatado por la Priora.

Los años pasaron y lejos estamos de la vida religiosa de aquel entonces. La orden sigue funcionando, pero en 1974 se trasladó a San Justo.

El monasterio es hoy Monumento Histórico Nacional y abre sus puertas para compartir su historia, cuidando conservar la integridad del edificio y su memoria. Actualmente ofrecen visitas guiadas. Un pequeño museo alberga objetos únicos, como ser moldes de hierro que eran usados para la fabricación de hostias.

En el primer piso se alquilan las celdas como oficina en un ámbito de serenidad en medio de la city porteña. La tarea del voluntariado se asume con entrega absoluta en la distribución de viandas a personas en situación de calle.

También se atienden a quienes buscan un refugio espiritual en medio de la vorágine del microcentro.

La historia de Buenos Aires atravesó silencios, tantos que se sienten al recorrer el convento. Como un frenético acto de despojo, como una adoración de musas, aunque eso valga la pena de muerte o destierro. 

Aquí mudos los muros sostienen el paso del tiempo y el deambular de almas de velo que se arrojaron a un mutismo eterno.

Texto: Silvina Gerard (@silvina_en_casapines).

Fotos: Rodolfo Seide y Silvina Gerard.

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