Se levanta temprano, como siempre. Pero el cuerpo ya no responde. Las mañanas, que antes eran rutinas de café y pasos seguros, ahora huelen a miedo, a ruidos extraños, a silencios que duran demasiado. Ese ruido se llama ELA —una sigla que lo nombra, pero que nunca logra contener lo que destroza—. “Tener ELA es una mierda”. Así, Darío Lopérfido tituló la cruda y conmovedora columna que escribió para la revista Seúl, donde habla de su presente atravesando esta dura enfermedad.
"Tener ELA es una mierda. No por la posibilidad de morir, que me tiene sin cuidado. La vejez me resulta odiosa; morir sin atravesar esa catástrofe humana, en cambio, me parece un alivio", comienzo su artículo.
Una frase tan abrupta como una puerta que se cierra de golpe. Sin vuelta atrás. Lopérfido la pronuncia como quien admite una traición íntima: la de su propio cuerpo. Esa traición que no entiende de nostalgias, que no permite cursilerías ni autoayudas: sólo honestidad. En su artículo no hay lugar para la épica. No hay redención. No hay promesas de luz al final del túnel. Hay un cuerpo que arde y se degasta, una mente que se aferra a la palabra, al sentido, al pasado que todavía duele.
"El problema de la ELA es que es una enfermedad sin épica. Un buen cáncer te da todo un tiempo con tratamientos espantosos durante el que podés aparecer pelado y decir “yo le voy a ganar al cáncer”. En la mayoría de los casos, el pelado se muere. Pero le deja un legado a su familia: que pueden decir “cómo la peleó”", expresa.
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Y esa tensión —entre cuerpo débil y mente lúcida— se convierte en un territorio interior, en un duelo constante con uno mismo. Uno que no necesita espectadores. Uno que no admite aplausos. Solo requiere honestidad.
"La ELA no te deja nada de glamour. Caminás pésimo, la voz se te vuelve de borracho y comés con el riesgo de que se te caiga la baba. Chau NOBU, chau pizzería del barrio, fue un gusto conocerlos: ya no querés que te vean comiendo y bebiendo. La ELA te embrutece", asegura.
Porque, como él dice, lo peor no es caer de rodillas. Lo peor es quedarse en silencio. Caminar ya no es un derecho. Hablar ya no es automático. Comer, respirar, moverse… Todo un castigo. Y la belleza, el deseo, el futuro… borrados, reescritos, amputados. Lo que era natural se vuelve extraño. Lo que era cuerpo pasa a ser una prisión.
"A mí me funcionan bien una mano y una pierna, lo que me permite trabajar, pero en casa, escondido. Una sola pierna que funciona es lo mismo que nada. Se necesitan dos para caminar, así que espero que la enfermedad siga con la otra y terminemos con el entusiasmo banal de tener una pierna sana. La gran pregunta es qué se puede hacer con un cerebro y una mano. Yo creo que algunas cosas se pueden hacer. Escribir, por ejemplo, que es lo que hago todos los días en mi vida de minusválido", cuenta.
Pero la mente resiste. La memoria gira. El recuerdo duele. Y la palabra —esa herramienta antigua y frágil— se vuelve necesaria. Es refugio, es testimonio, es latido. Y así, entre letras temblorosas, Lopérfido reconstruye algo parecido a la dignidad. Esa dignidad que no necesita luces, ni cámaras, ni discursos inspiradores. Solo necesita verdad.

"Creo que cuando morimos sólo desaparecemos bajo la tierra o en cenizas. Con los millones de personas que mueren por día, es ilógico pensar que va a haber una clasificación de cada uno para su destino final. Game over es el momento en que uno deja de respirar. Todo termina ahí", reflexiona.
La suya, sin maquillaje. Sin eufemismos. Sin consuelos baratos. Y en esa verdad hay un grito. Uno urgente. Uno íntimo. Uno que duele. Y duele fuerte.
"Pero la ELA te convierte en otra persona en la etapa previa a la muerte. No creo ser el mismo ya. Era un buen polemista y ahora no puedo hablar bien, no camino bien, no tengo vida social y todo es raro. Mi vida estuvo ligada a los placeres físicos e intelectuales", comenta.
Porque hay una herida que no se ve: la herida de reconocer que el cuerpo ya no es propio; que el “yo” se resquebraja; que el mañana se convirtió en una cuenta regresiva. Pero también hay un coraje silencioso. Ese que se levanta de la cama cada mañana. Ese que todavía intenta escribir, hablar, amar. Ese que aún sueña con decir basta… en sus propios términos.
"El feísmo del enfermo de ELA es muy notorio. Tengo que resolver ese problema, porque siempre amé la belleza. Amar la belleza y convertirte en algo feo es una de las cosas más difíciles. La misma persona que antes te miraba con una chispa de simpatía, y hasta una imperceptible tensión sexual, ahora te mira con lástima. Y a mí me resulta insoportable la lástima", expresa.
Y ahí reside la valentía. En la decisión de nombrar lo innombrable, de traducir el dolor a palabras, de no permitir que la invisibilidad sea el último acto.
"Uno no puede decidir nacer, pero puede decidir morir. Vivir no debe ser obligatorio. No he decidido recurrir a ella todavía, pero saber que está a mi disposición me alivia. La eutanasia es la más liberal de las muertes y es mucho mejor que suicidarse, algo muy traumático para los que quedan", señala.
Este no es un relato para inspirar. Es un relato para despertar. Para que miremos. Para que sintamos. Para que recordemos que hay cuerpos que callan, mentes que resisten, palabras que salvan.
"Desde que nació Theo pasamos mucho tiempo juntos. El celular me muestra fotos en las que estamos los tres: en Berlín, en Madrid, en Buenos Aires, siempre juntos. Todo eso pasó hasta los cinco años de Theo y me da mucha bronca pensar que él no se acuerda y que la imagen que tendrá de mí será la de un tipo enfermo con el que compartió cosas de manera limitada", dice en la parte que más duele de su relato.
"No hay jugar al fútbol, ni paseos, ni ir al parque de diversiones. Es lo que más me afecta, al punto de haber evaluado la eutanasia cuando empecé a estar mal, porque me preguntaba qué era más traumático para Theo: un padre muerto o un padre deteriorado. Lo hablamos con mi mujer y vimos que todavía podíamos compartir algunas cosas, que valía la pena intentarlo", agrega.
"De todas las torturas que me depara la enfermedad, ser un padre limitado es la peor y la que no tiene solución. Escribir me calma porque pienso que cuando crezca y yo esté muerto, él podrá leerme", cierra su reflexión.
Y si alguna vez te preguntaste qué quiere decir vivir con una sentencia digna, leé esto. Y escuchá. Porque “tener ELA es una mierda” —y quizá esa brutalidad sea lo primero que necesitamos aceptar para empezar a decir algo.
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