John Edward Jones había crecido explorando cuevas con su familia. La espeleología no era solo un hobby: era un espacio de conexión, de juego, de identidad. Aquel 24 de noviembre de 2009, mientras visitaba a sus padres en Utah, quiso revivir esos momentos. Fue con su hermano Josh y un grupo de amigos a Nutty Putty Cave, una cueva famosa por sus pasajes estrechos y desafiantes.
John medía 1,80 metros, pesaba 90 kilos y estaba acostumbrado al esfuerzo físico. Nada le hacía pensar que esa entrada angosta sería distinta a las que había atravesado antes. Pero lo era.

Un error mínimo que lo cambió todo
Al avanzar, creyó que estaba entrando al conocido “canal de parto”, uno de los pasos más estrechos y populares entre los exploradores. Exhaló profundo y se deslizó por un hueco de apenas 25 centímetros de ancho por 45 de alto. Pero no era ese túnel: era un tramo más profundo y traicionero.
En segundos, John quedó atorado cabeza abajo, inclinado en un ángulo de 70 grados, sin espacio para moverse y sin poder revertir el camino. Cuando Josh llegó a ayudarlo, cada intento por moverlo lo empujó aún más abajo. En esa oscuridad húmeda, la arcilla resbalosa y el peso de la tierra comenzaron a jugar en contra.
La llamada desesperada y el comienzo del operativo
Josh salió a pedir ayuda corriendo por los pasillos de roca. Tres horas después llegó el primer equipo de rescate. Se encontraron con una escena inédita: un hombre joven, clavado en una grieta que parecía diseñada para no permitir retorno.

Cuando escuchó que habían llegado, John dijo una frase que todavía muchos de los rescatistas recuerdan: “Gracias por venir… pero realmente quiero salir”. Sus palabras fueron un golpe en el pecho. Y también un pedido urgente.
27 horas de lucha contra lo imposible
El operativo movilizó a bomberos, médicos, voluntarios y expertos en espeleología. Instalaron cuerdas, sistemas de poleas y anclajes para intentar sacarlo con delicadeza. Pero la arcilla viscosa, esa mezcla espesa y traicionera, complicaba absolutamente todo: cada maniobra se convertía en un riesgo.
La posición de John era crítica. Con la cabeza por debajo del nivel del corazón, la sangre comenzaba a acumularse, dificultando la respiración y poniendo en jaque sus órganos internos. Aun así, él hablaba. Respondía. Acompañaba a quienes trabajaban para sacarlo. Había esperanza.
El momento que lo cambió todo
Después de horas de trabajo agotador, parecía que podían moverlo unos centímetros. Era el avance más prometedor. El equipo estaba exhausto pero optimista. Entonces, ocurrió lo impensado.
Una polea se soltó. La arcilla no sostuvo el anclaje. Y John volvió a caer al fondo del pasaje. El retroceso fue devastador. Un rescatista salió herido por el impacto de un carabinero metálico. Y una ola de desesperación recorrió la cueva.

A medida que pasaban las horas, la gravedad terminó haciendo lo que el equipo intentaba evitar. La presión sobre su cuerpo era demasiado. Su corazón comenzó a fallar. La voz de John, que había sostenido la fe de todos, se fue apagando.
En un susurro, le puso palabras a lo que nadie quería aceptar: “Estoy atrapado aquí. No voy a salir… ¿verdad?” Poco antes de la medianoche del 25 de noviembre de 2009, su corazón se detuvo. Los rescatistas lloraron. Su familia, que esperaba afuera, recibió una noticia imposible de asimilar.
La cueva que se convirtió en un memorial
Nutty Putty Cave fue sellada días después. No solo por seguridad, sino por respeto: el cuerpo de John nunca pudo ser recuperado. En la entrada colocaron una placa con su nombre. Hoy, ese espacio es un memorial silencioso, un recordatorio de lo frágil que puede ser la vida incluso para quienes conocen el terreno.
La historia de John inspiró la película The Last Descent (2016), un homenaje a su vida y a la lucha incansable del equipo de rescate.
Un legado de amor, pasión y advertencia
John Edward Jones dejó una huella que atraviesa fronteras. Su historia habla de pasión, de familia, de sueños, pero también de riesgos reales, de decisiones mínimas que pueden cambiar un destino y de la valentía de quienes hacen todo lo posible por salvar a otro ser humano.
Nutty Putty, sellada para siempre, es hoy un símbolo: un recordatorio de que la aventura tiene límites, y de que la vida —aun en la oscuridad más profunda— merece ser honrada con respeto y cuidado.
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