"Nadie nos vio partir", la serie más vista de Netflix es el testimonio vivo de Tamara Trottner, una niña de 5 años que fue secuestrada por su propio padre. Una huida sin fin que desnudó un dolor que la sociedad mexicana de 1969 ni siquiera sabía nombrar.
Han pasado más de cincuenta años, pero hay dolores que no prescriben; solo se convierten en libros. Y, si la suerte lo quiere, en series de Netflix vistas por todo el planeta. Este es el caso de Tamara Trottner, la escritora que, a sus 61 años, ve su infancia arrancada proyectada en miles de pantallas.

Su historia, plasmada en la novela Nadie nos vio partir, es el ADN de la serie que hoy arrasa. Pero no es ficción. Es la crónica de un secuestro emocional disfrazado de vacaciones, un acto de venganza paternal que utilizó a dos niños como moneda de cambio: Tamara, de 5 años, y su hermano, de 9.
El teléfono gris y la mentira infinita
El secuestrador era su padre, Leo Saltzman, un hombre joven, atrapado en las redes de una comunidad judía asfixiante y humillado por el adulterio de su esposa, Valeria Goldberg. La motivación fue tan antigua como la miseria humana: la madre se había enamorado de otro hombre. Y él respondió con la violencia más profunda: la que se ejerce a través de los hijos, lo que hoy llamamos violencia vicaria.
El padre se llevó a los niños de México en 1969 e inició una fuga kafkiana por Francia, Italia, Sudáfrica e Israel. Un constante moverse para que la madre no pudiera encontrar la única prueba de que su vida no se había detenido: sus hijos.

Tamara Trottner recuerda con una claridad helada el centro de ese cautiverio, un punto que repite seis veces en su libro, como una herida que no cierra: la escena del teléfono gris. “Hay una escena donde hay una mesa redonda, un teléfono gris de disco, un papá hablando al teléfono, la niña viendo hacia arriba y el papá diciendo ‘¿por qué no los quieres ver? Tus hijos te extrañan’ y colgando el teléfono y diciendo ‘no, su mamá no los quiere ver’”.
Era una llamada falsa. Una escena de teatro cruel montada para grabar en la mente de dos niños la certeza de que no eran amados. “Es durísimo, porque los niños nos culpamos a nosotros cuestionándonos ‘¿por qué no me quiere?’, ‘¿qué hice?’”, confiesa Trottner. El padre era "muy lindo, muy bueno," pero el daño, el de la mentira instalada en el centro de su pequeño universo, era irreversible.
La escritura como supervivencia: “Un escritor que no se desnuda...”
Durante ese exilio forzoso, Tamara descubrió que le gustaba contar la historia. Sus compañeros de escuela se quedaban, sándwich a medio comer en mano, fascinados por el relato del viaje. La necesidad de contar, de sacar la historia que estaba "en ebullición adentro de mí", la llevó a la escritura.

La decisión final de publicarla como la verdad desnuda vino de su editor: “Tamara, un escritor que no se desnuda no merece ser leído”. Y ella se desnudó. Desnudó a su padre, a su madre, al silencio de toda una comunidad.
Cinco años después de la novela, la serie de Netflix multiplicó esa desnudez mil veces. Ya no es México. Es el mundo entero asomándose a la rendija de un drama íntimo. La escritora lo ve hoy con gratitud y asombro, pero sabe que revivió algo profundo: “Cuando vi la serie se me movieron todas las emociones que pensaba yo, ya muy curadas”.
El reencuentro y el acto sanador del perdón
El reencuentro con la madre fue un despertar a la verdad. La niña de 7 años volvió a su casa en México y encontró su perro vivo, su niñera de siempre y su ropa en el armario. "Alguien estaba mintiendo", entendió.
Su madre, Valeria, el ser que la serie inmortaliza como una heroína de la época , no se dedicó a ser víctima. Su filosofía fue un escudo: “ustedes no son víctimas ¡a darle!”. Nunca les habló mal del padre: “Era un muy buen hombre, tomó malas decisiones”.
El contacto con el padre biológico se retomó 20 años después. Y en ese encuentro, ocurrió el verdadero milagro. La gente le dice a Tamara que qué bueno que lo perdonó, pero ella tiene una visión más profunda: “Para mí, lo más curativo fue yo haberle pedido perdón”.

Trottner se disculpó por la "soberbia" de alargar demasiado el enojo y perderse años valiosos. Ella no justificó el secuestro –“con los niños no se juega, punto”–, pero entendió que su padre tenía 30 años, estaba manipulado por su propio padre y hundido en el peso del "qué dirán" de la pequeña comunidad judía.
“Finalmente, es un ser humano que se equivocó, por lo menos yo siento que yo no tenía el derecho de no perdonar, no soy nadie para no perdonar”, sentencia. Y así, con esa humildad brutal, logró una relación con su padre que duró hasta que él murió, con una demencia incipiente, sin saber que su historia iba a ser vista por millones.
La serie, con la dirección de Lucía Puenzo, logra ir más allá del thriller de la persecución para posar la mirada sobre los verdaderos monstruos: los adultos. La voz de Tamara Trottner, la niña que sobrevivió, se convierte en una advertencia universal que resuena mucho más allá de la comunidad judía o la México de los 60: “No se vale usar a los niños como moneda de cambio. Si estás peleando, si estás mal con tu pareja, busca soluciones, pero no uses a los niños, no se vale”.
La historia de Nadie nos vio partir es la prueba de que un dolor visceral, si se canaliza, puede convertirse en un espejo global, obligando al mundo a ver el daño que se inflige en las sombras de un conflicto conyugal.
El peso de la comunidad y la redención colectiva
La historia de Tamara Trottner no solo es la de una familia rota, sino la de una comunidad judía mexicana acaudalada y tradicional que, en los años 60, jugaba con el peso del "qué dirán" y los ecos de la guerra. El padre, Leo, estaba manipulado por su propio progenitor, el poderoso Samuel Saltzman, para quien la imagen pública era un escudo de hierro.
La crisis matrimonial, catalizada por el adulterio de Valeria, colocó a la madre en una posición de estigma y fragilidad. Sin embargo, cuando la fuga se convirtió en un secuestro internacional, la dinámica social se resquebrajó para dejar pasar la humanidad.
La búsqueda de Valeria no fue solitaria. El otro abuelo, Moishe Goldberg, inició una pesquisa implacable, llegando a contratar a un investigador del Mossad. Pero, crucialmente, la propia comunidad intervino en el extranjero.
“La comunidad judía también ayuda muchísimo porque gracias a la comunidad se hace un juicio en Jerusalén. Y ahí se obliga a que los a que regresemos a México”, relata Trottner.
A pesar de ser dos hombres poderosos, la comunidad optó por la justicia, no por el patriarca. "No le dio la razón a uno o a otro, no dijo 'No, no, no, vamos a hacer un juicio y que sea como debe de ser'", explica Tamara.
Esa red de apoyo, que incluyó el soporte económico y emocional de los abuelos maternos, fue vital. Trottner subraya que la mayoría de las mujeres que sufren sustracción de hijos se encuentran sin recursos para la búsqueda. Su madre no: tuvo una familia que la apoyó a pesar de que su comportamiento "estaba en boca de todo el mundo" por el adulterio. La comunidad, en este relato, pasó de ser un juez silente a convertirse en la red que finalmente impulsó la verdad y el reencuentro.
La búsqueda en la sombra: Interpol, el Mossad y el viaje del desasosiego
La novela y la serie no escatiman en el detalle: la madre, Valeria, emprendió una odisea de dos años que la llevó a convertirse en una improbable agente internacional. En su desesperación, movió la infraestructura de su influyente familia y la de su comunidad para montar un operativo que hoy podría verse en cualquier thriller de espías.
Mientras el padre huía con los niños por Europa, Sudáfrica e Israel—escondiéndolos incluso en un kibutz— la madre contrataba detectives privados y forzaba la intervención de cuerpos policiales de la talla del FBI y la Interpol.
Sin embargo, el recurso más dramático fue recurrir a la inteligencia judía. Se unió a la búsqueda un exagente del Mossad, el servicio de inteligencia de Israel, cuyos contactos y know-how fueron esenciales para sortear las fronteras y los cambios de identidad del padre.
Dos años de incertidumbre, de falsas pistas y de viajes desesperados. Tamara Trottner recuerda que su madre "nunca dejó de buscarnos", a pesar de que el padre compraba información errónea para enviarla a países equivocados.
El desenlace de esta cacería global ocurrió, irónicamente, con un simple acto de reconocimiento. El padre se había agotado de huir y fue localizado con los niños en Israel. El rastro final lo dio una persona anónima que reconoció a los pequeños, avisó a Valeria y permitió que las autoridades intervinieran, rodeando al padre y poniendo fin a la pesadilla.
Así, la verdad se impuso sobre el artificio. La madre, en el clímax de la historia real, logró abrazar a sus hijos y, con una serenidad forjada en la lucha, pronunció la frase que lo resumió todo: “Vámonos a casa”. La persecución de las agencias de inteligencia había terminado; comenzaba la reconstrucción familiar.
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