Desde el primer momento en que Jorge Mario Bergoglio apareció en el balcón de la Basílica de San Pedro, la historia cambió. Era 2013 y el mundo católico asistía a una imagen poco habitual: un hombre sencillo, con una sotana blanca sin la tradicional capa roja y con la misma cruz de plata que había llevado como arzobispo de Buenos Aires.
Desde entonces, el papa Francisco se convertiría en un pontífice único, marcado por la humildad, el compromiso social y su incansable deseo de modernizar una de las instituciones más antiguas del mundo.
“Mis raíces son italianas, pero soy argentino y latinoamericano,” confesó en su autobiografía. Y fue precisamente ese origen el que forjó su visión del mundo y de la Iglesia: una mirada atenta a los olvidados, a los que sufren en silencio. Francisco entendió que los templos más grandes están en las calles, en las villas, en los barcos llenos de migrantes, en los hospitales, en las cárceles.
Fue el primer papa proveniente del hemisferio sur y el primero en tomar el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís, tras más de mil años. Un santo que hablaba de amor, de naturaleza y de respeto por todas las criaturas. Y como su nombre, sus mensajes también buscaron sembrar paz y cuidado en un mundo herido.
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Desde su llegada al Vaticano, eligió vivir en la modesta Residencia de Santa Marta en lugar del imponente Palacio Apostólico. Su primer viaje como papa no fue a una capital europea ni a una catedral histórica, sino a Lampedusa, una isla italiana donde cientos de migrantes pierden la vida intentando alcanzar Europa. Allí, Francisco denunció la indiferencia del mundo, refiriéndose a ese lugar como “un cementerio submarino”. Fue un gesto que definió su pontificado.
También desafió tradiciones internas. Limitó el uso de la misa en latín, revirtió privilegios eclesiásticos y abrió el debate sobre el rol de la mujer, la inteligencia artificial, la ecología y la relación entre religiones. Como todo reformador, se ganó resistencias: demasiado progresista para unos, insuficiente para otros. Pero fiel a su estilo, nunca buscó agradar, sino acercarse a la gente.
Una de las frases más célebres del papa Francisco, “Hagan lío”, resonó en 2013 con fuerza y caló hondo en los corazones de muchos. Con estas palabras, Francisco instó a los jóvenes a no tener miedo de cuestionar el statu quo, a desafiar las normas establecidas y a luchar por un mundo más justo.
“Hagan lío” no solo se convirtió en un llamado a la acción, sino en un grito de esperanza para aquellos que buscan cambiar la realidad, a menudo marcada por la indiferencia y la desigualdad. Con esa simplicidad tan característica de su estilo, el papa recordó que el verdadero evangelio no está en los muros de los templos, sino en las calles, en el corazón de los que luchan por un futuro mejor.
Su papado no estuvo exento de momentos difíciles. Admitió errores en la gestión de casos de abusos clericales y pidió perdón por comentarios desafortunados. Francisco fue, ante todo, humano: con aciertos, caídas y la valentía de reconocerlos.
Y, como era de esperarse, tampoco su despedida será convencional. Pidió un ataúd sencillo de madera con revestimiento de zinc, renunciando a los tres cofres tradicionales. No descansará en los jardines del Vaticano, sino en la Basílica de Santa María la Mayor de Roma. “El obispo de Roma es un pastor y un discípulo, no un hombre poderoso de este mundo”, dejó escrito.
Así, se irá Francisco: sin coronas, sin pompas, pero dejando una huella imborrable en la Iglesia y en los corazones de quienes, alguna vez, se sintieron invisibles.
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