Lo que iba a ser el comienzo de unas vacaciones soñadas terminó convirtiéndose en una de las pruebas más difíciles que la vida podía ponerles. Mayra Costa, marplatense, madre de un niño pequeño y compañera de Beto desde hace 13 años, se preparaba para viajar a Brasil junto a su familia cuando un simple chequeo médico cambió todo.
Los resultados de los análisis de su marido encendieron las alarmas: su único riñón —afectado desde el nacimiento— había dejado de funcionar correctamente. En cuestión de horas, los planes de playa y descanso se transformaron en una internación urgente, tratamientos de diálisis y, finalmente, un trasplante que llegó como un milagro gracias a un gesto inmenso de amor: su hermana Adriana fue la donante.
Mientras Beto luchaba por recuperarse, su hijo también debió ser internado por un cuadro respiratorio, dejando a esta mamá sola, con miedo, pero con una fuerza que ni ella sabía que tenía. Hoy, ya de regreso en Mar del Plata, los tres viven una nueva etapa: tranquila, agradecida y llena de fe.

Su historia, marcada por la superación, demuestra que incluso cuando todo parece desmoronarse, el amor verdadero puede volver a ponerlo todo en pie.
El momento del diagnóstico
- ¿Cómo se enteraron de que algo no estaba bien con Beto?
- Bueno, la realidad es que Beto tiene esta enfermedad desde que nació. Es un reflujo grado cinco que le afectó uno de los riñones y eso derivó en una enfermedad renal crónica. Esa condición le generó una infección en el otro riñón, así que los médicos tuvieron que sacarle el derecho, que era el más comprometido.
Desde entonces quedó con solo tres cuartos de un riñón funcionando, y así vivió hasta los 32 años. Siempre con controles y cuidados, pero llevando una vida normal dentro de lo posible.
- ¿Qué los llevó a hacerse los estudios antes del viaje? ¿Qué sentiste cuando los médicos dijeron que había que internarlo de urgencia?
- El primer motivo para hacernos los estudios fue el viaje. Íbamos a ir a Brasil y nuestro hijo todavía era bastante chiquito, así que dijimos: “Vamos a consultar con el médico por las vacunas”. Ya que estábamos, decidimos hacernos también unos análisis de sangre los dos, para quedarnos tranquilos de que todo estaba bien.
En el caso de Beto, él venía haciéndose estudios desde 2022 y, por su condición, debía controlarse al menos una vez por año. Pero además, un mes antes del viaje había empezado a sentirse raro: tenía calambres en las piernas, se le dormía el cuerpo cuando trabajaba, y a veces se levantaba con náuseas. Nunca imaginamos que todo eso podía estar relacionado con su problema en el riñón.

Cinco días antes del viaje nos entregaron los resultados. Íbamos a ver al médico clínico, pero antes los leímos por nuestra cuenta —que no hay que hacerlo, pero lo hicimos— y vimos que los valores no estaban del todo bien. Aun así, en el auto íbamos pensando que con una dieta estricta y algo de cuidado iba a estar todo bien, como siempre.
Pero cuando llegamos al consultorio, todo cambió. El médico empezó a leer los resultados y enseguida nos dijo que la situación era grave, que debíamos ir directo a la guardia y que lo más probable era que lo dejaran internado. Cuando escuché la palabra “internación”, empecé a llorar sin parar.
Beto me miró y me dijo: “Tranquila, va a estar todo bien”. Él seguía tranquilo, tratando de darme calma, pero en un momento el médico mencionó la palabra “diálisis”. Yo la había escuchado alguna vez, pero no sabía bien qué significaba, y Beto tampoco. Ahí sentí que se me venía el mundo abajo.
Fue una consulta eterna. Lloré todo el tiempo con mi hijo dormido encima, mirándolo a Beto y pensando “¿qué está pasando?”. Estábamos por armar las valijas para irnos de viaje, y de repente, todo se volvió oscuro.
El proceso médico y el transplante
- ¿Cuánto tiempo pasó desde la internación hasta que les confirmaron que necesitaba diálisis?
- Después de esa primera consulta con el médico, fuimos directo a la guardia. Ahí decidieron internarlo enseguida porque tenía los valores de potasio, sodio y creatinina altísimos. Los médicos nos dijeron que habíamos llegado justo a tiempo, que no podían creer que Beto, en el estado en el que estaba, siguiera caminando normalmente.
Esa noche lo dejaron internado y yo tuve que volver a casa. Al día siguiente, cuando volví al hospital, me enteré de que lo habían pasado a terapia intensiva. Solo podía entrar yo, sin nuestro hijo, y todavía recuerdo ese momento como si fuera hoy. Apenas entré, lo vi. Me miró y se largó a llorar.
Beto no es de llorar, y verlo así, con un catéter en el cuello, diciéndome “perdoname por haber llegado hasta acá”, fue devastador. Como si él tuviera la culpa de algo. Pero yo sabía que esto podía pasar en algún momento, aunque nunca estás preparado para escucharlo ni para verlo.
En terapia intensiva ya le habían empezado a hacer diálisis para limpiar la sangre y las toxinas del cuerpo. A la semana, el nefrólogo decidió darle el alta para que continuara el tratamiento en casa, pero con controles muy estrictos.
Esos días en casa fueron los más duros. Yo no podía dormir. Me quedaba despierta mirándolo, tocándolo para asegurarme de que respirara. A los pocos días se le empezaron a hinchar los pies, casi no orinaba y su cuerpo cambió mucho… estaba irreconocible.
Cuando los médicos vieron esos nuevos síntomas, volvimos enseguida a la guardia. Ahí confirmaron que debía continuar con diálisis de forma permanente y lo inscribieron en la lista de espera del INCUCAI para un futuro trasplante.

- ¿Cómo vivieron el proceso de diálisis y la espera del trasplante?
- La verdad es que las primeras diálisis fueron tremendas. Muy duras. A mí me impactó mucho verlo tan mal, porque los primeros días Beto estuvo vomitando, con fuertes dolores de cabeza, con la presión que le subía y le bajaba todo el tiempo. Fue muy difícil para todos los que lo acompañábamos, pero sobre todo para él, que era quien estaba viviendo ese proceso tan nuevo y tan exigente.
Apenas empezó con las diálisis, lo anotaron en el INCUCAI para entrar en la lista de espera de un trasplante. Gracias a Dios, Beto estuvo solo un año en diálisis. Sé que hay personas que pasan muchos más años en esa situación, pero en su caso, su hermana fue compatible y eso le salvó la vida.
Aun así, ese año fue muy duro. Las sesiones eran tres veces por semana, cuatro horas conectadas a una máquina, sin poder moverse, sentado en un sillón. Pero él nunca dejó de trabajar. Iba a su empleo y, al salir, se iba directo a diálisis. Es el sostén de nuestra familia, y aunque era agotador, nunca se rindió.
Por mi parte, como no tengo con quién dejar a nuestro hijo, me quedaba en casa cuidándolo mientras él hacía los tratamientos. Pero Beto jamás bajó los brazos. Por más fuerte que fuera el tratamiento, nunca dejó de cumplir con sus responsabilidades. Es un ejemplo de fuerza, de amor y de compromiso.
- ¿Cuándo apareció la posibilidad de que su hermana fuera compatible? ¿Qué significó para ustedes ese gesto tan enorme de amor y generosidad?
- Su hermana Adriana estuvo presente desde el primer momento. Ese mismo día en que internaron a Beto, apenas se enteró de lo que estaba pasando, vino corriendo a la guardia. Ella es enfermera, así que entendía mejor que nadie la gravedad de la situación. Me acuerdo que lo miró y le dijo: “Vos quedate tranquilo, que si necesitás un riñón, yo estoy acá para dártelo.” Lo dijo sin dudar, desde el minuto uno.

Y así fue. Nunca cambió su palabra. Para mí, como cuñada, y para Beto, como hermano, fue algo inmenso. No existen palabras que alcancen para agradecer semejante gesto de amor. Porque uno puede decir “sí, claro, es mi hermano, lo haría”, pero cuando llega el momento real, hay que tener un corazón enorme y una valentía única para hacerlo.
Además de donarle el riñón, Adriana estuvo siempre al pie del cañón. Nos acompañó a todos: a Beto, a nuestro hijo y a mí. Me contuvo, me calmó, me explicó todo, porque al ser enfermera yo sentía que ella sabía cómo guiarme y ayudarme a entender lo que estaba pasando.
No solo fue su donante, fue nuestro sostén en los momentos más difíciles. Por eso, si tengo que ponerle un nombre a la heroína de esta historia, sin dudas es ella.
- ¿Cómo fue el momento del trasplante y la recuperación en esos primeros días?
- El día del trasplante fue durísimo, muy sensible para todos. Tuvimos que viajar a Buenos Aires porque la operación se hacía allá. Nosotros somos de Mar del Plata, así que ya el hecho de dejar nuestra casa y a nuestro hijo por unos días fue muy movilizante.
Recuerdo ese momento como si fuera una película: primero se llevaron a su hermana, la donante. Esperar a que ella saliera bien del quirófano fue eterno. Recién cuando volvió a la habitación y vimos que estaba bien, se lo llevaron a Beto para comenzar la operación. Es una sensación muy extraña, ver cómo de un mismo acto de amor y generosidad dependen dos vidas al mismo tiempo.
Por suerte, todo salió perfecto. La recuperación fue increíblemente rápida, casi milagrosa. Nunca imaginé que dos personas podían recuperarse tan bien después de algo tan grande. Apenas le colocaron el riñón, Beto empezó a orinar en el mismo quirófano —una señal de que el nuevo órgano había comenzado a funcionar de inmediato—.
A los tres días ya les dieron el alta, con todos los cuidados necesarios, pero los médicos explicaron que era mejor continuar la recuperación en casa para evitar cualquier virus hospitalario. Mi cuñada tuvo algunos dolores abdominales y de cabeza, parecidos a los de una cesárea, y Beto también pasó casi dos semanas con molestias, pero dentro de lo esperable.
Lo más importante fue que ambos evolucionaron muy bien. Verlos recuperarse juntos fue una emoción indescriptible.

La doble prueba: la internación de su hijo Valentino
- Justo cuando tu marido estaba internado, tu hijo también se enfermó… ¿cómo atravesaste esa situación?
- Después del trasplante, cuando a Beto le dieron el alta, tenía que quedarse sí o sí un mes en Buenos Aires para los controles postoperatorios. Yo me quedé unos días más con nuestro hijo y con una tía para acompañarlo y asegurarme de que todo siguiera bien.
Pero justo un día antes de volvernos a Mar del Plata, todo volvió a complicarse. Beto tuvo una reacción adversa a la medicación y lo internaron nuevamente por una intoxicación leve, algo que puede pasar por el ajuste de los nuevos fármacos. Y, como si fuera poco, ese mismo día mi hijo empezó con tos, fiebre y dificultad para respirar.
Yo estaba en Buenos Aires, sin conocer demasiado la ciudad ni saber a qué hospital ir. Sin pensarlo mucho, lo llevé al Hospital Gutiérrez, el más cercano, y ahí me dijeron que tenía un cuadro de broncoespasmo y que necesitaba quedarse internado. Mi hijo tenía apenas dos años y medio, no entendía nada, no quería tener puesta la máscara ni la cánula de oxígeno… fue desesperante.

Mientras tanto, Beto seguía internado en otro hospital. Me avisó que iban a volver a ingresarlo al quirófano para controlar su estado y entender qué estaba pasando. Yo estaba partida en dos, con el corazón en cada hospital.
Recuerdo que las enfermeras del Gutiérrez, cuando escuchaban mi historia, se emocionaban conmigo. No podían creer que estuviera ahí sola, sin mi familia ni mis amigas cerca, atravesando todo eso al mismo tiempo.
Fueron tres noches interminables. Encima, justo se largó una tormenta tremenda en Buenos Aires, con una lluvia que no paraba y calles inundadas. Me quedaba mirando por la ventana del hospital, con mi hijo dormido al lado, y le pedía a Dios que todo terminara, que no me golpeara más la vida. Sentía que no podía más, que era demasiado.
Pero después de tanta angustia, todo empezó a mejorar. Mi hijo se recuperó, y a los pocos días Beto también. Y aunque fue uno de los momentos más difíciles de mi vida, también fue cuando más entendí lo fuerte que una madre puede llegar a ser.
- ¿Qué fue lo más difícil de tener que volver a Mar del Plata mientras él seguía internado? ¿Cómo manejabas la distancia y el miedo durante ese tiempo?
- Lo más difícil, sin dudas, fue haber tenido que dejar a Beto en Buenos Aires. Volver a Mar del Plata sola con mi hijo fue desgarrador. Estar sin él, dormir sin él… todo se sentía vacío. Desde que nació nuestro hijo dormimos los tres juntos, así que cada noche escuchar a mi nene llorar y preguntar por su papá me partía el alma.
Tenía mucho miedo. Miedo de estar sola, miedo de que mi hijo se volviera a enfermar, miedo de que algo le pasara a Beto allá, tan lejos. Cada tos de mi hijo me ponía en alerta, y cada llamada de Buenos Aires me hacía temblar hasta saber que todo seguía bien.
Tratábamos de sostenernos con videollamadas. Hablábamos cuatro o cinco veces por día: en el desayuno, el almuerzo, la merienda, la cena… era nuestra forma de sentirnos cerca. Pero igual fue muy duro. Yo me sentía deprimida, no tenía ganas de ver a nadie.
Encima, justo cayó mi cumpleaños en ese tiempo, y les pedí a todos que por favor no vinieran a casa. Solo quería estar tranquila con mi hijo y hablar con Beto. Necesitaba silencio, calma, y la esperanza de que pronto íbamos a volver a estar los tres juntos.
El reencuentro y la vida hoy
- ¿Recordás el momento en que volvieron a verse los tres?
- Después de casi un mes y medio, finalmente le dieron el alta a Beto para poder volver a Mar del Plata. Con mi hijo estábamos tan felices que empezamos a prepararle una sorpresa. Le hicimos dibujitos y yo le escribí un cartel que decía: “Bienvenido, Riñón, y bienvenido, Papá.” Lo pegué en la puerta de casa y también le cocinamos su torta favorita: torta de mandarina, pero esta vez con harina sin sodio, para que él pudiera disfrutarla sin problemas.
Cuando lo vimos llegar con sus valijas después de tanto tiempo, no pude contener la emoción. Abrirle la puerta y verlo ahí, de nuevo con nosotros, fue una mezcla de alivio, felicidad y gratitud.
Sentí que en ese instante todo volvía a su lugar. Que después de tanto miedo y dolor, por fin estábamos los tres juntos, completos, en casa. Fue un momento hermoso, lleno de amor y de una paz que no se olvida.

- ¿Qué cambió en ustedes después de todo lo vivido?
- Creo que lo que más cambió en nosotros, y especialmente en Beto, fue la fe. Todo esto fue una prueba más de las tantas que la vida nos pone en el camino, y de las que, con amor y esperanza, uno siempre puede salir fortalecido.
En mi caso, tengo una historia de vida difícil, sobre todo en relación con mis papás, pero nunca perdí la fe. Siempre creí que, aunque las cosas se pongan duras, el sol vuelve a salir. Y esta vez no fue la excepción.
Beto, en cambio, había perdido un poco la fe. Él sufrió mucho cuando, de chico, perdió a su hermanita, y eso lo marcó para siempre. Pero creo que esta experiencia, y sobre todo el gesto inmenso de su hermana Adriana al donarle el riñón, le devolvieron esa conexión con lo espiritual. Adriana es muy creyente, y verla a ella actuar desde el amor más puro lo ayudó a volver a creer, a recuperar la esperanza y a confiar en que siempre hay algo más grande sosteniéndonos.
Hoy vivimos con otra mirada. Agradecemos cada día, valoramos lo simple y entendemos que lo importante no está en los planes perfectos, sino en las personas que nos acompañan cuando todo se desarma.
- ¿Cómo es su día a día ahora? ¿Qué cuidados siguen?
- Hoy nuestra vida es mucho más tranquila. Pasamos la mayor parte del tiempo en casa, disfrutando de la rutina, de estar juntos, de esos pequeños momentos que antes tal vez dábamos por sentados. A veces salimos a caminar o a pasear un rato, pero sin exigencias ni apuros.
En cuanto a los cuidados, lo más importante es que Beto nunca se olvide su medicación. Esa es su prioridad diaria, porque va a estar inmunosuprimido toda la vida y necesita seguir un tratamiento estricto para mantener el nuevo riñón sano.
También lleva una alimentación muy cuidada: sin sodio y basada en comidas saludables. Con el tiempo, los médicos le irán sumando algo de actividad física, pero por ahora el foco está en recuperarse bien, en ganar fuerza y en seguir con esta nueva vida que, aunque distinta, está llena de esperanza y gratitud.
- ¿Qué aprendiste de esta experiencia como mujer, como mamá y como compañera de vida?
- La verdad es que nunca imaginé que iba a tener que atravesar algo así. Estoy con Beto hace 13 años; es el amor de mi vida y el papá de mi hijo, que es la luz de mis ojos. Verlos a los dos pasar por momentos tan difíciles fue durísimo, pero también me enseñó más de lo que puedo explicar.
Creo que todo esto me hizo más fuerte. En mi vida tuve muchas luchas, y cada una me dejó una enseñanza distinta, pero ninguna me cambió lo esencial: sigo siendo la misma persona, solo que con más fe, más paciencia y más agradecimiento.
Hubo momentos en los que sentí que ya no podía más, que todo era demasiado, pero aprendí que incluso en la oscuridad hay algo que te sostiene —el amor, la esperanza, la familia—. Esta experiencia me reafirmó que siempre hay que levantarse, por uno mismo y por los que uno ama.
- Si pudieras resumir este año en una palabra, ¿cuál sería?
- Si pueden ser dos, sin dudas serían superación y fe.
- ¿Qué sueños o proyectos tienen ahora como familia?
- Nuestro gran sueño como familia es poder hacer, por fin, ese viaje tan esperado que tenemos en mente desde que nació nuestro hijo. Queremos disfrutar juntos, celebrar la vida y cerrar este ciclo con algo que nos llene el alma. También soñamos con terminar nuestra casa, seguir arreglándola de a poco, como hacemos todo: con amor y en equipo.
Además, tenemos un proyecto que nos une mucho: nuestro Instagram @unafamiliademardel, donde hace tres años compartimos contenido sobre nuestra vida, con humor, amor y mensajes positivos. Durante todo este proceso difícil, tratamos de mantener ese espacio como un refugio alegre, para mostrar que, incluso en los momentos más duros, siempre se puede salir adelante.
Hoy seguimos creciendo ahí, compartiendo nuestra historia con la esperanza de inspirar a otros. Porque si algo aprendimos, es que con fe, amor y unión, todo se puede superar.

Hoy, esta familia de Mar del Plata vive con una mirada distinta. Ya no corren, no se apuran, no dan nada por sentado. Aprendieron que la salud, el amor y la fe son los verdaderos pilares de la vida.
Cada control médico, cada paseo con su hijo, cada comida compartida tiene ahora otro valor.
“Después de todo lo que pasamos, entendimos que no hay nada más importante que estar juntos”, dice ella, con una mezcla de alivio y gratitud.
El trasplante de Beto no solo le devolvió la salud, sino que les regaló una nueva oportunidad para disfrutar la vida en familia, más conscientes, más unidos, más fuertes.
Porque cuando el amor y la esperanza laten al mismo ritmo, no hay obstáculo que no pueda superarse.
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