La envidia, ¿un sentimiento inevitable?: La reflexión del psicólogo social Luis Buero - Revista Para Ti
 

La envidia, ¿un sentimiento inevitable?: La reflexión del psicólogo social Luis Buero

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¿Quién no ha sentido envidia nunca? No mientan. Hasta podríamos formar un club de envidiosos, para que podamos envidiar (cada uno a quien quiera) sin culpa y disfrutar de ese sentimiento inevitable… pero autodestructivo.


A veces, como todo lo excesivo, la envidia se vuelve un sentimiento venenoso y el primero en intoxicarse es uno mismo. Así que, reflexionemos.


“Invidia” en la mitología romana, era una personificación de la venganza. Sus equivalentes en la Mitología Griega fueron Némesis y  Ptono. “Invidia” era repito, una diosa-personificación de la venganza. ¿Por qué referirnos a ella en el siglo 21?

La envidia puede jugarnos una mala pasada. Foto: Brayan Guzman Cortez para Pexels.


Divaguemos…. El famoso jugador de fútbol del Real Madrid, Cristiano Ronaldo, declaró a los medios en algún momento:"En absoluto siento envidia hacia Messi. Mi prioridad es ganar muchas Ligas de Campeones y españolas con el Real Madrid, u otros clubes, y no Balones de Oro". Pensemos, si a Cristiano Ronaldo le produjera envidia que al argentino Leonel Messi le den cada año el premio al mejor jugador de Europa, podría ser este un afecto esperable, aunque no razonable, porque la envidia nunca lo es. Pero lo cierto es que el portugués es un excelente jugador y merece el premio también.
Pero si al dueño o al entrenador del club en el que juega Messi, sea cual fuera la institución, le despierta envidia el triunfo y las habilidades del delantero que “patea” para ellos, ahí es donde este sentimiento se convierte en un síntoma interesante para estudiar, y en un exponente indiscutible de las expresiones propias de la pulsión de muerte.


Por algo los celos no están incluidos entre los siete pecados capitales y la envidia sí.
Sé que estos ejemplos son banales, pero cuántas veces nos ha sucedido esta inesperada experiencia: participamos en una empresa, compañía o grupo operativo o programa de salud mental o medio de comunicación, etc., ya sea como vendedores, periodistas, conductores de radio, coordinadores grupales, deportistas, modelos, actores, políticos, autores, psicólogos sociales, empleados, policías o ladrones,…. y descubrimos que si nos va muy bien gracias a nuestro esfuerzo, nuestros principales “enemigos envidiosos” terminan siendo los compañeros o jefes, y no necesariamente SIEMPRE los competidores externos. ¿Cómo es posible que le peguen a la mano que les da de comer? Por otro lado, nos parece “normal” que un ángel envidie a Dios, metafóricamente hablando, pero ¿qué pensaríamos si ocurre al revés?. ¿Si nos enteramos que Dios envidia al Hombre?


Lo que se podría inferir es que la envidia pecado capital desde la religión, la envidia femenina al pene (según Freud) y la “invidia”de Lacan, tienen un origen común y anterior. Melanie Klein lo expresa claramente en su libro Envidia y Gratitud (1957), al explicar que si bien la envidia surge del amor y la admiración primitivos, tiene un componente libidinal menos intenso que la voracidad, y está impregnada por la pulsión de muerte. Klein define a la envidia destructiva que el bebé siente por ese pecho materno que posee el poder total de darle alimento y bienestar como la primera externalización directa del instinto de muerte.

Hanna Segal, refiriéndose a los textos de Melanie Klein resume con referencia a la Envidia: “la plácida y dichosa experiencia que ese maravilloso objeto (el pecho materno) puede proporcionarle, aumenta su amor hacia él y su deseo de poseerlo….pero también le provoca el deseo de ser él mismo la fuente de semejante perfección…así pues experimenta dolorosos sentimientos de envidia que provocan el deseo de arruinar las cualidades del objeto que le produce sentimientos tan penosos”…. Dicho de otra manera, si el pecho nos perteneciera de manera permanente, no se iría por ahí a darle de comer a otro hermanito o a ser parte del juego amoroso con un partenaire.


¿Lo ponen en duda? Veamos. Para el envidioso adulto, el envidiado es siempre aquel que ha adquirido o recibido un don o un objeto material o ha encontrado su amorosa “media naranja” (todo “inmerecidamente”). El envidiado ha hallado algo que además lo completa y lo vuelve omnipotente (para el ojo envidioso que lo mira). Nuestros envidiados, entonces, pasan a ser ( ante esa mirada sufriente y angustiada del envidioso, es decir, la nuestra) los “Mrs. Happy y Mr. Happy” del mundo, aquellos a los que ahora nada les falta, pues consiguieron el Santo Grial, la Rosa Púrpura del Cairo, la llave de la felicidad y la salud eterna, el objeto “a” lacaniano, ganaron la lotería y todos los premios, la completitud imposible, y se reencontraron con la primera experiencia de satisfacción freudiana, para no perderla nunca más.


Y desmantelando nuestra tendencia a la transferencia globalizadora, por ese rasgo o logro, solamente, para nosotros, ellos son y viven una existencia perfecta.
Son, como ya dije, Mr. Happy y Mrs. Happy, en la imaginación del envidioso.

Una distinción con los celos es que para que haya celos se necesitan tres participantes de la historia, en cambio, para la envidia solo se requieren dos. El envidioso no quiere poseer al envidiado, solo desea el objeto que este consiguió.

Otra diferencia con los celos es que en los celos hay guión, el celoso imagina escenas que no existen, mientras que en la envidia hay ausencia de guión, el envidioso siente que el envidiado ha obtenido el logro solo por tener más fortuna que inteligencia, o porque Dios le sonrió demasiado como a Abel, o porque participó de un casting-cama y se acostó con el jefe, o simplemente porque sí.

En síntesis, si es que puede sintetizarse algo con relación a la envidia, cuando envidiamos fuertemente a alguien lo vemos como el sujeto que tiene, mientras que nosotros estamos, en ese aspecto, según parece, imposibilitados. Castrados. Porque como repetía alguna abuela en mis tiempos: “hay gente que nace con estrella y otra, estrellada”.


Pero: ¿Toda su larga biografía será una estrella o una figura estrellada?, nos olvidamos de preguntarle a la abuela. Ese ser, el envidiado (creemos) es el que porta el falo (imaginario, simbólico y real) y nosotros ante él pareciera que estamos agujereados, divididos, incompletos, y por ende solo nos resta envidiarlo, sentados en nuestro sentimiento de inferioridad ante ese Gran Otro subido al pedestal por otros, y a veces solo por nosotros mismos.


Este “completar” al otro, verlo como Gran Otro, el siempre feliz, hace que ni siquiera el envidioso pueda creer que su mirada puede provocar el fantasioso “mal de ojo” (del que teme el envidiado por lo cual se protege con cintitas rojas o amuletos). Lo interesante es que el envidiado, por su parte, también cree en la omnipotencia del pensamiento del envidioso, que lo “mira mal”, y teme perder el don, bien económico, pareja, etc…conseguido.


Y si hablamos de esa pulsión inevitable del mal ver, del ojo malo, de la pulsión escópica del envidioso, es justamente hacia donde no se puede ver que el sujeto envidioso pretende mirar. Lo que busca no es, como se dice, el falo, sino precisamente su ausencia, pero no la sabe hallar porque el falo, en definitiva es el monumento a la nada. Se esconde detrás de apariencias sustituibles a cada rato.


La publicidad sabe bien esto, por eso nos ofrece la felicidad garantizada en todo lo que vende. Y enaltece marcas de productos que algunas personas con poca autoestima adquieren solo para que los demás los envidien, se visten con esa campera o cartera, se suben a un determinado automóvil, utilizan determinado reloj que da la hora como cualquier otro infinitamente más barato, para aparentar. Y la publicidad genera envidia en aquellos segmentos sociales que no pueden acceder a esos bienes, por lo menos legalmente trabajando. Lástima que como dice la gran frase, el resentimiento es tomar veneno y esperar que se muera el Otro. La frustración a veces incluso impulsa al delito.


Existen teorías poco serias que opinan sobre si las mujeres son más envidiosas que los hombres, y cuáles son las razones o motivos que disparan la envidia según las diferencias de género. Si salimos a la calle a preguntar muchas damas aseguraran que prefieren contar con amigos varones porque las “hermanas de la vida” del mismo sexo son muy envidiosas. ¿Los varones son más envidiosos del poder económico o del éxito social del prójimo? ¿O de la bella mujer que conquistó…siendo tan feo? ¿Billetera mata galán?


Pero el andar por este planeta nos hace descubrir también que la célula envidia al átomo y éste al embrión, el cual está verde de envidia ante los animales de dos patas, quienes se vuelven amarillos de envidia frente a los mamíferos que gatean, y así sucesivamente llegando hasta el elefante . Nosotros mismos estamos de pronto del lado del envidiado y del envidioso, según el lugar del mostrador “del éxito” en el que nos ubiquemos, o de acuerdo a qué ideal del yo enloquecedor nos han propuesto alcanzar nuestros padres, la cultura, o nosotros mismos.

Entonces surge la pregunta inevitable: ¿Cómo restaurar al envidioso partido en dos y víctima de su “Super Yo” insaciable? ¿Cómo inducirlo al sentido de la compasión…no por los demás, sino hacia sí mismo?
No es viendo sufrir al envidiado, la solución, como nos proponen los programas televisivos de chimentos, y las secciones de noticieros tipo “la tragedia de los famosos”, aunque estos productos mediáticos parecen calmarnos con su mensaje implícito: “la vida no se enamora de nadie”.


Pero nada nos dicen los medios del matrimonio del cuarto piso, la desconocida pareja que desde hace veinticinco años pasea sonriente de la mano ante nuestros ojos, sacudiéndonos en el alma su felicidad conyugal. Ni de la camioneta cuatro por cuatro, modelo siglo veinticinco, que compró ese analfabeto que solo sabe soldar cañerías y se hace llamar plomero. Ni nos cuentan que el señor que ganó el Loto hace treinta años que compra billetes de todo tipo y país, semana tras semana, y se conoce de memoria los significados de cada número de la quiniela.


La disminución de la envidia venenosa debería venir, al menos en lo racional, por la revisión de qué ha hecho el envidioso para conseguir sus propósitos personales. Y de trocar la culpa por la responsabilidad de sus actos, o de la inacción, para poder darse la oportunidad de lograr a partir de ahora, poner en curso sus deseos.
Todos somos únicos e irrepetibles, y venimos a este plano a cumplir alguna misión mucho más importante que sentir envidia por los demás. Claro que no siempre esa misión o don, se nos es revelado desde un comienzo. A veces hay que buscar y encontrar y seguir buscando. Somos arquitectos de nuestro porvenir.


La tarea es arar, cultivar y cosechar nuestro propio camino pues ahí está el destino de esa energía que hasta ahora gastábamos en contemplar la película de la existencia ajena. Cuando uno decide ser el Richard Gere, la Julia Roberts, de su propia película, la envidia cede, y a veces desaparece de a ratos para siempre. Cuando uno analiza la existencia de aquel que ganó una fortuna mal habida y hoy lo persiguen los jueces o le secuestran los hijos o lo ataca una enfermedad terminal, ya no queremos ser “él”.
Es cierto que a veces arrojamos semillas y no crece nada…enseguida, o que si nos dieran un peso cada vez que nos dicen que “no” a un proyecto, una propuesta, una idea que ofrecemos, seríamos millonarios. Pero eso no significa que los demás sean necesariamente mejores, y en todo caso habrá que investigar en qué surco conviene invertir las próximas semillas y en cuáles no.


Si nos emprendemos en esta acción, es entonces cuando nuestra mirada puede ceder un rato a la nube fantasmática de la envidia y es ahí cuando lograremos ver al vecino tal cual es. A ese prójimo que no es un semejante.


Y es ese el instante en el que nos sorprenderá reconocer en el (hasta entonces) envidiado, sus agujeros abismales, sus faltas estructurales, su frustración e insatisfacción pues lo logrado seguramente es la ínfima parte de lo trabajado, sus propias envidias, y su muerte a cuestas, como cualquier bicho humano, y entenderemos que ciertas fortunas temporales (merecidas o no) jamás le quitarán su condición

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