Manuel José Rodríguez Ortega, profesor Titular en el área de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Córdoba, en España, habla de las bondades de la bebida probiótica que las famosas adoptaron y pusieron de moda.
En los últimos años la leche y sus derivados han sido demonizados. Se les ha atribuido, sin base científica, ser el origen de problemas de salud. Por otro lado, la preocupación por seguir estilos de vida saludables y la vuelta a una alimentación más natural ha redirigido la mirada hacia los productos de fermentación de la leche, que pueden ser tomados por personas con un cierto nivel de intolerancia a la lactosa. Entre dichos productos destacan el yogur y los quesos, pero el kéfir ha cobrado recientemente una gran popularidad.
La leche y los lácteos nos han acompañado desde el Neolítico, cuando la especie humana domesticó animales para proveerse de proteínas sin necesidad de salir a cazar. Este grupo de alimentos nos proporciona proteínas de alto valor biológico, vitaminas y minerales. Entre estos últimos destaca el calcio, cuya disponibilidad es mayor que en las legumbres, los frutos secos y las verduras, ya que la fibra presente en estos dificulta su absorción.
Lácteos: ni imprescindibles ni perjudiciales
Los mamíferos nos caracterizamos por tomar como primer alimento la leche materna. Este es un alimento completo que proporciona todos los nutrientes necesarios para el crecimiento y desarrollo de la criatura recién nacida en las primeras etapas de la vida, así como anticuerpos que ayudan al aún inmaduro sistema inmune de las crías.
En el intestino delgado se produce una enzima, la lactasa, que permite digerir la lactosa, el principal azúcar que contiene la leche. En la inmensa mayoría de la población humana mundial, dicha enzima se desactiva a una edad temprana. La consecuencia de la desactivación de esta enzima es que la lactosa no puede absorberse, lo que genera unos síntomas transitorios derivados de la mala absorción que causan malestar.
Una hipótesis plausible para explicar este fenómeno es que constituiría un mecanismo para poder destetar de forma rápida y eficaz a las crías cuando el número y la frecuencia de los partos son elevados. Tras la domesticación de los animales en el Neolítico, en algunas poblaciones humanas de Europa surge una mutación que mantiene la actividad de la lactasa durante toda la vida adulta, o al menos gran parte de ella.
Aunque la inmensa mayoría de la población mundial no tolera la lactosa en la edad adulta, entre los europeos se registran las tasas más bajas de intolerancia a esta sustancia, con una gran diferencia con respecto a otros grupos humanos. Este mecanismo adaptativo permite disponer al ser humano de una fuente extra de alimento en la edad adulta, especialmente en regiones donde los inviernos son largos y el alimento disponible en la naturaleza es más escaso, como ocurre en gran parte del continente europeo.
En la era moderna han aumentado los casos de intolerancia a la lactosa, bien por reversión de la mutación favorable, bien por mezcla de poblaciones o simplemente porque antes no se diagnosticaba y ahora sí. Por este y otros motivos, se ha generado una controversia acerca de la conveniencia de los lácteos en la alimentación humana.
Partimos de la base de que ningún alimento es imprescindible. Los que son imprescindibles son los nutrientes. Por tanto, en una época en la que están tan de moda los llamados “superalimentos” se puede afirmar que no tomar leche ni productos lácteos no tiene por qué causar ningún problema de salud si su carencia se suple con otros alimentos que proporcionen los nutrientes adecuados.
Sin embargo, si su ingesta –en las cantidades recomendadas por los nutricionistas– es tolerada por nuestro organismo sin causar ningún trastorno, no hay ninguna razón para prescindir de ellos. Los productos de fermentación láctea, en los que la lactosa ha sido transformada en otras moléculas –principalmente ácido láctico–, pueden ser ingeridos por personas con un nivel de intolerancia no muy severa a este azúcar.
El kéfir y sus beneficios
El kéfir, o leche kefirada, es un derivado lácteo producido por una simbiosis de bacterias y levaduras –popularmente conocidas como “hongo del kéfir”–. Ambas se agrupan en en gránulos que se mantienen unidos de forma muy laxa por una matriz polisacarídica que sintetizan los microorganismos que forman el consorcio.
Dicho consorcio lleva a cabo una fermentación láctico-alcohólica, a diferencia del yogur, en el que la fermentación es solamente láctica. La generación de alcohol –que se halla a muy bajas concentraciones, en torno al 0,5 %– se debe a la acción de las levaduras. Además de la transformación de la lactosa en ácido láctico se producen otros metabolitos, no presentes en la leche, por la acción de los microorganismos.
Además, las proteínas de la leche son degradadas en multitud de péptidos, muchos de los cuales tienen actividad biológica –antihipertensiva, antioxidante, antimicrobiana–. Por último, es un alimento probiótico que contribuye a crear un equilibrio adecuado en la microbiota intestinal, concepto que ahora está de moda en la ciencia y en la sociedad en general, pues las alteraciones en la microbiota han sido relacionadas con diferentes males.
En resumen, nuestras sociedades modernas están redescubriendo viejos alimentos que, a quienes les apetezcan y los toleren, les aportarán un nuevo sabor, textura y beneficios para la salud. En el caso del kéfir, contribuiría además a revitalizar un sector económico tan castigado en España como es el de producción láctea.